‘Doña Rosita la soltera’ representa, como cada una de las mujeres que Lorca puso en escena, a todas las mujeres del mundo. Incluso a aquellas que no sufrieron su desgracia. El propio poeta ponía algo de él en ellas. También vanguardia. La contemporaneidad con la que reviste sus obras tiene que ver tanto con los temas que aborda, como con el simbolismo de lo cotidiano.

El amor fugaz, el hombre desdibujado, la ausencia que permite que las mujeres hablen, tiemblen y sientan en grupo. Lorca echaba a los hombres de la escena para dejar hablar a las mujeres. Seguramente él fue testigo de muchos de esos momentos en su familia, rodeado de sus tías y sus hermanas. Su sensibilidad hizo el resto. En su teatro, sobre todo, desvela ese hábitat femenino cargado de intensidad, que lo mismo cortaba como cuchillo que hacía explotar guirnaldas en el cielo.

En su dramaturgia, los caballeros andantes y galanes que pretenden a la manceba en edad de merecer, desaparecen o aparecen de forma intermitente. No solo es un recurso dramático, era una realidad. En aquella época, no tan lejana, los hombres no estaban con las mujeres, sus mundos permanecían separados la mayor parte de sus vidas. A veces, ni siquiera el amor lograba trazar un puente sobre el abismo que se interponía entre ellos.

La compañía Trece Gatos ha recogido el testigo del poeta y ha vuelto a colocar a Doña Rosita y su universo en escena, despertándola como si de una Bella Durmiente se tratara. De esta forma, el teatro hace posible, una vez más, el milagro de viajar en el tiempo. En esta ocasión, regresamos a dos épocas diferentes: la de Rosita, finales del siglo XIX y la de Lorca, mediados del siglo XX.

Dieciséis actores sobre el escenario con una puesta en escena que se asienta sobre cuatro colores clave: rojo, negro, rosa y blanco. Estos colores están en las flores del jardín en el que pasa sus días Rosita desde niña, huérfana de padres y cuidada por sus honorables tíos. Y también están en los trajes de Rosita y de las amigas que la visitan el día de su cumpleaños. De la puesta en escena destaca el llamativo vestuario que nos traslada a un gótico fantástico con aires cinematográficos. Una de las licencias que se toma Trece Gatos en esta adaptación. La otra es la música. La sencillez de la historia que Lorca quiso contar, aunque cargada de profundidad por el drama que encierra, contrasta con las gasas, los encajes, los sombreros y el fondo musical que inundan la escena.

Cierto es que Lorca no necesita ningún artificio, porque su lenguaje está cargado de una simbología que sirve de atrezzo y al tiempo profundiza sobre el sentido de la vida. Bastaría un actor y su texto para hacer de ‘Doña Rosita la soltera’ o de cualquiera de sus dramas un espectáculo digno de ver. Sin embargo, el teatro está tan vivo como lo está el lenguaje y es capaz de adaptarse a la compañía que lo revisa, como el lenguaje se adapta a los hablantes. Por eso, sin perder la esencia del texto lorquiano, Carlos Manzanares Moure pone en escena una ‘Doña Rosita’ elogiable y verdadera.

Podríamos destacar las interpretaciones de Raquel León (Ama) y de Carmen Valero (Rosita), pero sin desmerecer al resto del elenco. Un elenco que se ha transformado desde su estreno, hace un año, pero cuyo cambio no ha hecho mella en las representaciones.Actrices y actores consiguen que ese hilo finísimo que es el ritmo en escena no se pierda. Artesanos de lo abstracto que se eleva por encima del patio de butacas para llegar hasta el honorable y clavarse en sus corazones. Lorca lo hubiera escrito mucho mejor, por eso les convido a que vayan a ver este drama al Teatro Arlequín, viajen en el tiempo, sucumban al romanticismo gótico de Trece Gatos y a la personalidad vitalista y trágica de Federico.